- Juan Pablo Ramos
¿En qué está la pintura mexicana actual? Para entrar en ese vasto territorio, propongo un simple botón de muestra. Elegí la propuesta de tres pintores mexicanos, nacidos entre 1980 y 1990, porque sobrepasan convencionalismos técnicos y modos de representación tradicionales: son procesos de enorme destreza técnica, tanto a nivel material como formal, relevantes para nuestros tiempos. En los tres casos veremos tensiones entre figuración y abstracción; a su vez, la memoria y el mito reaparecen como tropos; la identidad se torna indisociable de la historia nacional. En primer lugar, la arqueología poética de Abraham González Pacheco nace de la memoria colectiva de su población en el Estado de México para subvertir ciertos paradigmas del muralismo mexicano y reflexionar sobre imaginarios rurales. Para Alejandro Galván, Ciudad Neza es una canción postapocalíptica: su obra escarba entre las ruinas del ayer y anticipa las del futuro. Finalmente, el oaxaqueño Bayrol Jiménez se sumerge en el inconsciente para indagar con humor en los mitos fundacionales del pasado precolombino, en algo que podemos llamar arqueología paranoica. Por supuesto, quedamos en deuda con pintoras mexicanas, tanto cis como trans, así como con cientos de otros artistas de esta generación que deberían figurar en un panorama con ánimos exhaustivos, muy distinto de éste.
Abraham González Pacheco
La obra de Abraham González Pacheco (San Simón el Alto Malinalco, 1989) es de invocación y evocación. Invocación, porque implica el acto ritual de dirigirse a deidades imaginarias. Evocación, porque también trae a la memoria sus antepasados. Tras un largo periodo donde su trabajo se aproximaba a la instalación, fue a raíz de una invitación para exhibir en la muestra Fábulas sin moraleja (2018) la Casa del Lago de la UNAM cuando Pacheco ideó nuevas técnicas: una especie de frottage a partir de una mancha negra de grafito donde las siluetas y contornos de las figuras se perfilaron con una lija que descubre el fondo blanco, conformando un vasto paisaje de Malinalco y Teotenango. Mediante el frottage arrojaba una metáfora sobre la corrupción en México: la ejecución matérica sirve a González para enunciar una crítica del temperamento nacional y la explotación turística de los pueblos mágicos.
Abraham creció en San Simón el Alto, población de poco menos de 3 000 habitantes. Asegura el pintor que su comunidad fue “escupida” de la revolución mexicana. Su familia se dedicó casi toda su vida a la agricultura. El discurso aspiracionista del campo y el progreso determinaron su trayecto de vida. González rememora las alteraciones radicales en su pueblo a partir de la implementación de los programas Procampo y Solidaridad, así como del arribo del drenaje y el agua potable a comienzos del año 2000. Retomar el género paisajístico en mural le permite reflexionar sobre la idea del horizonte como una promesa siempre postergada para la gente del campo. A su vez, pone en crisis la configuración del paisaje y el orden de la mirada regida por el orden institucional.
Con un título digno de una novela de José Revueltas, El surco en la tierra (2020) supone una reconciliación con la pintura. Este mural de tres metros se divide, a su vez, en 21 paneles. En la actualidad pertenece a la colección de la Fundación M, importante acervo que mapea y arroja una panorámica expresiva del arte mexicano actual. Para su elaboración Abraham mezcló tierra, aglutinantes y pigmentos. Como cada panel fue elaborado en diferentes circunstancias, el resultado de las tonalidades fue inesperado y algunos rasgos figurativos se desdibujaron o solo no se transfirieron. Resultaba crucial perder el mandato como artista y permitir que el accidente y el azar hicieran lo suyo. Grietas, rugosidades y craquelados recubren el mural como si la lluvia, la intemperie y el paso del tiempo lo hubiese deteriorado: una metáfora en sí de la memoria, la cual resiste casi tanto como nuestros músculos, y, para seguir de pie, olvida.
González Pacheco entiende el mural como un espacio de ficción y juego que le permite recrear la historia de su comunidad desde su subjetividad. Es el acto de erigir desde cero la historia colectiva: sus mitos, leyendas y recuerdos. Una historia para quienes no pudieron escribir su propia historia. Al cuestionar la idea de “arte público”, Octavio Paz advirtió que la segunda fase del muralismo mexicano se convirtió en una vía de adoctrinamiento que devino en un “culto nacional”.1 Abraham subvierte los paradigmas de ese muralismo rígido y politizado al crear un mural desmontable que incite a su recombinación con imágenes derivadas del inconsciente, de los sueños y la memoria.
Figuras recurrentes del mural, como la serpiente, simbolizan fertilidad. Cuenta Abraham que ver una serpiente en el campo significa que la cosecha rinde sus frutos. Acto mágico y ritual a través de la imagen, que se aleja de la lógica y el raciocinio occidental como señaló Aby Warburg en su estudio sobre la plástica de los indios pueblo2. En una imagen González condensa la evocación de la infancia en la milpa y la invocación a dioses inexistentes de lenguas bífidas. Los reptiles resurgen en La lumbre de las serpientes (2023), serie de menor formato y mayor experimentalidad material. La serie brota del cascajo hallado en sus derivas por Tepoztlán, pedacería que más tarde le sirve como soporte para realizar vaciados en concreto como lienzos improvisados. Nuevamente, la intuición y la espontaneidad dictan la creación. Sin otra guía más que la incertidumbre y las inclemencias del tiempo, el pintor construye una mitografía colectiva a partir de una arqueología del yo. En última instancia, la obra de Abraham González Pacheco traduce en imágenes el vértigo de la pérdida de un centro, la angustia de los orígenes inciertos y la inestabilidad de la vida en la periferia.
Alejandro Galván
Las pinturas de Alejandro Galván (Cd. Neza, 1990) son de premonición y apocalipsis. Son altares urbanos que produce en su estudio ubicado en su natal Ciudad Neza. La intensidad emocional y combativa de su lenguaje proviene del eclecticismo musical. Death metal, black metal, charanga, salsa, punk, hip-hop: todos estos géneros conviven en la tesitura pictórica, en la que el ruido y la saturación determinan la composición de cada cuadro: “mi pintura —afirma— no es una denuncia, es un habitar real del lugar donde vivo”. Y en ese habitar nos ofrece una narrativa personal, sórdida y festiva, donde se entrelazan anhelos y recuerdos, a fin de entregarle al espectador un vasto fresco que sirva al mismo tiempo de memoria viva de su natal Neza. La obra de Galván parte de una búsqueda identitaria marcada por una consciencia de clase forjada desde sus años como estudiante en La Esmeralda: “había realidades que tú habitabas y que tú pensabas que eran normales, y después te das cuenta de que en realidad vives en una zona sin privilegio”. El imaginario que Galván realza no es otro sino el de la presencia india en las ciudades, sistemáticamente excluida por las élites dominantes: el México profundo, el de “la naquiza”..3 El término se vacía de connotaciones peyorativas y, por el contrario, deviene gesto de resistencia y orgullo cercano al brown pride chicano.
En años recientes, el soporte de las obras de Alejandro Galván consiste en placas de cemento adheridas a un bastidor de gran formato. Sus cuadros son muros portátiles en los que da rienda suelta a su lenguaje empleando solvencias en tinta china finamente aplicadas con el gran talento de su pincel a partir de técnicas flamencas. El proceso de composición de cada pieza empieza por un collage digital que sobrepone las fotos que él mismo captura en sus andanzas por Neza. En conjunto, se trata de un torrente barroco de imágenes que devora y canibaliza todo tipo de códigos culturales: bestiarios, iconografía cristiana, símbolos aztecas, satanismo, animé, sonideros y esoterismo. Atlas bastardo de buchonas y putazos en plena calle, de toquines y lacritas. El desolador paisaje de fondo se conforma de lotes baldíos, rastros, castillos en putrefacción y vidrios de caguamas, dando como resultado una estética malandra.
Adatiel (2017-2022) es una pieza central en la producción de Galván. Fue exhibida el año pasado en la galería neerlandesa No Man’s Art; meses después, en Zona Maco (2023) con la Galería Furiosa. El espectador pensaría que el pintor desprendió un muro de las calles del Estado de México, esa “mancha gris enorme” en palabras del artista. Domina la composición un perro gigante de tres cabezas (en alusión a los quinametzin, los gigantes mexicas) que lleva tatuada en el lomo parte de la letra de “¿Qué va a ser de él, Dios?” (1990), del álbum debut del Haragán y Compañía (y hay un perro ahí tirado en la calle / en avanzado estado de descomposición / y la gente pasa y lo mira / y nadie dice nada). El resto de las inscripciones textuales y musicales —Napalm Death, Botellita de Jerez y Brutales Matanzas— apuntan a una gran afinidad con la contracultura, en términos de José Agustín: todas aquellas expresiones “juveniles, colectivas, que rebasan, rechazan, se marginan, se enfrentan o trascienden la cultura institucional”4. En Adatiel yacen los vestigios de una espiritualidad desgarrada: la Virgen Dolorosa bendice las áreas colindantes de Chimalhuacán y San Agustín, zonas áridas, abandonadas, ingobernables. Más abajo, héroes célebres y anónimos sirven de contrapunto humorístico para sobrellevar el infierno cotidiano, tal es el caso de “Vulgarcito”, personaje de comedia interpretado por Alejandro Suárez en Ensalada de locos. Para Galván, “Vulgarcito” encarna lo que siempre estuvo allí pero ignorábamos y, al identificarse con él, halla una forma de “luchar con las vergüenzas constantes”. Con el ingenio y desfachatez del personaje, Galván apuesta por un tipo de arte que no tiene “ni pena ni miedo”.
Pero la pintura de Galván va más allá de ser un mero choque de referencias visuales. Los choques son, en todo caso, de planos temporales: pasado, presente y futuro colapsan en una misma narrativa apocalíptica. La textura rugosa y craquelada de sus collages de concreto contribuye a generar cierto efecto de anacronismo. La estrategia se hace evidente en la serie Carne de ataúd (2022), un guiño a la novela homónima de Bernardo Esquinca. En ella aparecen episodios de la nota roja nacional: de la explosión de San Juanico al terremoto del 85, en una sobreposición de desastres sellados por la negligencia institucional, los cuales no pasaron inadvertidos para el rock y la canción de protesta5. Los cuadros de Alejandro Galván ilustran las cicatrices que esconden los muros de una ciudad de heridas supurantes. La contracultura urbana, ya cimentada como una estética de la resistencia desde la década de los ochenta, retorna en las imágenes de Galván con un ánimo combativo frente a las imposiciones culturales y la opresión de un México al que le damos la espalda.
Bayrol Jiménez
Al ver la pintura de Bayrol Jiménez, una pregunta pende en el aire: ¿qué es ser mexicano sino una larga alucinación? Como un encadenamiento de alucinaciones se ofrece a nuestra mirada la pintura de Bayrol Jiménez (Oaxaca, 1984). Su lenguaje pictórico se asienta sobre el dibujo y el movimiento, con lo cual absorbe la morfología de la narrativa gráfica y el cómic. Fugitivos de una pesadilla, sus personajes son quimeras que aluden a la historia nacional. Ya desde sus fases iniciales se vislumbra una relación compleja con la figuración, cierto ir y venir de lo figurativo a lo abstracto. Aunque renuncie a la literalidad, sigue siendo bastante elocuente al abordar temas como la identidad, la tradición y la modernidad. En trabajos como Huachicoleros a partir del cuadro de François Millet (2019), por ejemplo, del canon pictórico europeo convergen para comentar la situación política del país. En esta obra, la silueta de un campesino se repite en una secuencia que genera la ilusión de un hombre a punto de caer al abismo. Al reinterpretar al pintor del realismo rural por antonomasia, Jiménez captura el momento climático de las tomas de combustible clandestinas, mismo que llegó a su punto máximo tras la explosión en Tlahuelilpan, Hidalgo.
La mano del artista gradualmente se va desprendiendo de convenciones técnicas. El trazo adquiere su propia expresión libre de restricciones y la forma pura se vuelve el discurso o sentido modular de la producción. Esto lo obtiene en principio gracias al dibujo mnemotécnico y el automatismo. Las formas que intrigan la mirada del dibujante se sintetizan, geometrizan y compactan al aprehenderlas tan solo con la memoria visual. Este fue el resultado de la muestra Secuencias (2018) en el Museo de Arte Carrillo Gil, cuyo tema central fue el proceso en sí, la metodología y la circularidad o repetición de ciertas estructuras. Dos factores determinan la conceptualización de esta serie. Por un lado, el rótulo, ejercicio callejero que Jiménez practicó en Oaxaca; por otro, la síntesis de trazos simples a partir de la austeridad semántica de las canciones de Iggy Pop. El proceso se ensancha, estalla, y abre paso a estados de consciencia alterados; el acto de dibujar se vuelve trance, dando como resultado una paleta que con justa razón podríamos llamar psicodélica.
Las variaciones geométricas anticipan la producción pictórica que desde el 2021 ha retomado Jiménez como una “forma de dar rienda suelta a las pulsiones”. En el 2022, desarrolló una nueva serie exhibida en Peres Projects (Berlín) basada en la Conquista española: News from the Netherworld. La explosión estridente de colores se deriva de los relatos de conquista consignados por Gutierre Tibón en su Historia y fundación del nombre México. Tibón, quien fue espiritista y participó en ceremonias de ingesta de hongos, reconstruyó con acierto la serie de presagios y supersticiones del rey mexica Moctezuma: el largo viaje a Aztlán que encomió a sesenta brujos y las expediciones al inframundo como práctica sagrada física y psíquica suscitada por métodos mediúmnicos y por la ingesta de psicotrópicos. Asegura Tibón: “los viajes al más allá tal como los relatan los hechiceros de ambos Moctezumas —el primero a Chicomóztoc, el segundo a Cincalco— hacen pensar que sabían cómo combinar alucinaciones y mediumnidad: una convergencia que sólo el imaginarla produce escalofrío”6. Bayrol Jiménez reinterpreta los mitos fundacionales desde la monstruosidad, casi como si se tratara de una película de serie B (de ahí que uno de los cuadros se titule Holocausto caníbal), en un ejercicio de arqueología paranoica.
Sin embargo, aquí lo monstruoso no pretende generar miedo. Para Bayrol, lo monstruoso es tan solo el umbral de las áreas desconocidas por las que el héroe cruza a lo largo de su viaje. Joseph Campbell advirtió las afinidades entre el proceso psicoanalítico y los arquetipos míticos asociados al héroe, afirmando que “las regiones de lo desconocido (desiertos, selvas, mares profundos, tierras extrañas, etc.) son libre campo para la proyección de los contenidos inconscientes)”7. La exposición Artifact of Dreams (2022) genera una atmósfera siniestra de capas y capas oníricas; el monstruo desaparece de la escena pero la posibilidad de su reencuentro permanece. El eje de la muestra gira en torno a objetos fetiches imaginarios. El tema identitario se desdibuja: predominan cuerpos desmembrados, órganos, picnics de falos y flora en un lote baldío (Se vende terreno [2022]): tropos que apuntan a la fecundidad, a una naturaleza dadora de vida.
La imaginación monstruosa —nos recuerda Jiménez— puede ser creativa y regeneradora. Asimismo, alejarse de cuestiones identitarias significa para el pintor “un giro, una expansión”. No obstante, se perciben vislumbres sutiles de iconografía nacional en piezas como Clairvoyance (2022). El caso del oaxaqueño Bayrol Jiménez nos remite al del guatemalteco-mexicano Carlos Mérida (1891-1984), quien negoció con una identidad fluctuante, entre lo maya quiché y el cosmopolitismo, reflejada en su lenguaje de abstraer formas, colores y geometrías autóctonas, adaptándolas a la modernidad latinoamericana. Al oscilar de la figuración a la abstracción, Bayrol narra su propia búsqueda personal.
Abraham, Alejandro y Bayrol exploran los escombros del pasado histórico para presentarnos imágenes que nos ayudan a comprender la complejidad de nuestro presente. Mientras Jiménez indaga en los senderos a través los cuales se forjan las ideas de nación e identidad en tanto constructos sociales desde tiempos lejanos, González Pacheco expone cómo dicho proceso quedó inconcluso hace décadas, sobre todo en los sectores rurales, como una obra negra. En términos musicales, cada uno samplea la historia, incorporando el lamento de episodios dolorosos, hoy obliterados por la amnesia colectiva; en el caso de Galván, el sonido de la contracultura evoca la sensación de orfandad identitaria experimentada desde las periferias de Ciudad Neza. Por todo lo anterior, estos tres pintores a mi parecer destacan y se consolidan en el escenario artístico nacional.
Juan Pablo Ramos
Narrador y ensayista. Maestro en Letras por la UNAM, es autor de La mítika mákina de karaoke (2022).
1 Paz, O. “Re/visiones: la pintura mural”, Obras completas, IV, Los privilegios de la vista. Arte moderno universal. Arte de México, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 585.
2 Warburg, A. El ritual de la serpiente, trad. Joaquín Etorena Homaeche, México, Sexto Piso, 2004.
3 Bonfil Batalla, G. México profundo. Una civilización negada. México, Fondo de Cultura Económica, 2022, p. 90.
4 Agustín, J. La contracultura en México: La historia y el significado de los rebeldes sin causa: los jipitecas, los punks y las bandas, México, Grijalbo, 1996, p. 129.
5 Ver Anna Rose Alexander, "One Fire, Two Songs: Óscar Chávez and El Tri Sing about San Juanico, 1984", The Latin Americanist, vol. 64, no. 4, 2020, pp. 377-392.
6 Tibón, G. Historia del nombre y de la fundación de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 19.
7 Campbell, J. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, trad. Luisa Josefina Hernández, México, Fondo de Cultura Económica, 1959, p. 51.